Hoy hemos culminado uno de los proyectos del campo de trabajo. Se ha pintado la undécima y última casa del Township.
La casa, o lo que entendemos por una, era una precaria estructura hecha con ladrillos que hace tiempo pasaron por su mejor momento. Nunca había sido pintada, y no había que forzar mucho la vista para darse cuenta de que las grietas llegaban hasta sus propias entrañas. Tenía un boquete en el techo que dejaba ver, incluso sin contaminación lumínica, el tejado de chapa que nos resguardaba. Las vigas estaban igual de húmedas que las bodegas de un barco pirata y el olor de las letrinas se infiltra e impregna con fuerza en tus fosas nasales.
En esas condiciones, denunciables hasta para la peor de las perreras, viven 16 personas. 16 seres humanos, casi todos niños menores de 10 años, que asumen que ese va a ser su hogar durante el resto de sus días.
El jardín también estaba lleno de basura: plásticos, electrodomésticos, excrementos… Ni se molestan en recogerlo porque tienen la sincera convicción de que eso no va a cambiar nada. Los niños juegan sin risas con coches carentes de ruedas y muñecas sin vestidos. Viven en una especia de cadena perpetua sin delito previo, encadenados al pesado hierro de la desesperanza.
A su lado el orfanato, que no deja de ser un hogar artificial falto de los cimientos clave que lo fundamentan (un padre y una madre), parece el lado bueno de “El Jardín de las Delicias”.
Los niños son columpiados por chavales disfrazados de obrero al son de los últimos “hits” de trap argentino. Es un sitio limpio, lleno del amor de aquellos que se han criado juntos por los azares del destino.
Mañana será un día duro porque tocará despedirse de esos críos por los que hemos venido al otro lado del mundo. Ojalá haya servido de algo.
Rafa Gutiérrez de Cabiedes
Hoy hemos culminado uno de los proyectos del campo de trabajo. Se ha pintado la undécima y última casa del Township.
La casa, o lo que entendemos por una, era una precaria estructura hecha con ladrillos que hace tiempo pasaron por su mejor momento. Nunca había sido pintada, y no había que forzar mucho la vista para darse cuenta de que las grietas llegaban hasta sus propias entrañas. Tenía un boquete en el techo que dejaba ver, incluso sin contaminación lumínica, el tejado de chapa que nos resguardaba. Las vigas estaban igual de húmedas que las bodegas de un barco pirata y el olor de las letrinas se infiltra e impregna con fuerza en tus fosas nasales.
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