Sentado en nuestro último alto antes de llegar a casa, me dispongo a escribir unas líneas que espero que recojan bien lo que han sido estos últimos 15 días.
Este stop en el camino es un “resort franciscano” con todos los lujos imaginables: agua caliente y toallas secas. Han sido 12 horas de viaje en los que nuestro bus parecía estar lleno de veteranos de guerra. Eran todo caras cansadas añorando el hogar. Ya en Johannesburgo hemos podido parar en una tienda de souvenirs para devorar todo lo que esta tenía que ofrecernos y poder cumplir con las exigencias de nuestras familias.
Dicen que cuando uno se dedica completamente a algo, una parte de su alma queda allí impresa. La realidad, es que cada uno de nosotros ha dejado una parte de sí mismo en ese diminuto orfanato, y nos llevamos un pequeño gran trozo de Barkly East.
Atrás quedan los atrasos de los vuelos, la incertidumbre de la llegada, las duchas heladas antes del amanecer, las zanjas, las picas, las inagotables reservas de bocadillos de huevo, el oasis de calor que eran nuestros sacos, las noches de hoguera, las risas entre rodillo y rodillo, y una cantidad innumerable de cosas.
Entre las millones de lecciones o anécdotas que podría llevarme de Sudáfrica quiero quedarme con tres: el compañerismo y las pruebas de carácter, esas situaciones de tener que remar todos a una, de confiar en el de al lado y sacar lo que nos hayamos propuesto adelante; la satisfacción espiritual de aquel que sabe que está haciendo algo muy grande en favor de Alguien mucho más grande y universal; y, quizás sea muy personal, pero la música. ¡Ay de esa música! Es una melodía especial interpretada por seres que lo llevan dentro de su ser. Estimula esa fina membrana entre lo racional y lo irracional transportándote a una dimensión lejana con ritmos, para nosotros, inimitables.
Como el dios latino Jano, miramos en dos direcciones. En Barkly se queda mucho más aparte de unos murales y unos inocentes críos a los que nunca olvidaremos, se queda una promoción unida a base de 12 años de vida en común. 12 años que han dado para toda una vida de anécdotas y para recordar con, esperemos, melenas canosas y sana nostalgia junto a esos viejos compañeros de batalla. 12 años muy especiales desarrollados en un lugar único finiquitados en un remoto pueblo sudafricano y en una gris terminal. Hacia delante, 100 jóvenes en busca de su vocación, de una ambición y un destino por cumplir.
Curiosamente, todo acaba como termina nuestro primer día de clase: niños volviendo a sus casas de un sitio nuevo lleno de historias y sus padres deseando escucharlas. La única diferencia, es que esos niños ahora vuelven un poquito más hombres.
Punto y final.
Rafa Gutiérrez de Cabiedes
Sentado en nuestro último alto antes de llegar a casa, me dispongo a escribir unas líneas que espero que recojan bien lo que han sido estos últimos 15 días.
Este stop en el camino es un “resort franciscano” con todos los lujos imaginables: agua caliente y toallas secas. Han sido 12 horas de viaje en los que nuestro bus parecía estar lleno de veteranos de guerra. Eran todo caras cansadas añorando el hogar. Ya en Johannesburgo hemos podido parar en una tienda de souvenirs para devorar todo lo que esta tenía que ofrecernos y poder cumplir con las exigencias de nuestras familias.
Dicen que cuando uno se dedica completamente a algo, una parte de su alma queda allí impresa. La realidad, es que cada uno de nosotros ha dejado una parte de sí mismo en ese diminuto orfanato, y nos llevamos un pequeño gran trozo de Barkly East.
Atrás quedan los atrasos de los vuelos, la incertidumbre de la llegada, las duchas heladas antes del amanecer, las zanjas, las picas, las inagotables reservas de bocadillos de huevo, el oasis de calor que eran nuestros sacos, las noches de hoguera, las risas entre rodillo y rodillo, y una cantidad innumerable de cosas.
Entre las millones de lecciones o anécdotas que podría llevarme de Sudáfrica quiero quedarme con tres: el compañerismo y las pruebas de carácter, esas situaciones de tener que remar todos a una, de confiar en el de al lado y sacar lo que nos hayamos propuesto adelante; la satisfacción espiritual de aquel que sabe que está haciendo algo muy grande en favor de Alguien mucho más grande y universal; y, quizás sea muy personal, pero la música. ¡Ay de esa música! Es una melodía especial interpretada por seres que lo llevan dentro de su ser. Estimula esa fina membrana entre lo racional y lo irracional transportándote a una dimensión lejana con ritmos, para nosotros, inimitables.
Como el dios latino Jano, miramos en dos direcciones. En Barkly se queda mucho más aparte de unos murales y unos inocentes críos a los que nunca olvidaremos, se queda una promoción unida a base de 12 años de vida en común. 12 años que han dado para toda una vida de anécdotas y para recordar con, esperemos, melenas canosas y sana nostalgia junto a esos viejos compañeros de batalla. 12 años muy especiales desarrollados en un lugar único finiquitados en un remoto pueblo sudafricano y en una gris terminal. Hacia delante, 100 jóvenes en busca de su vocación, de una ambición y un destino por cumplir.
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